DÍA DEL ESTUDIANTE
23
de septiembre: Día de la aviación, de la técnica, de la juventud, de la
primavera; y, también día del estudiante.
Bajo
el título de Yemo, en setiembre del 2011 publiqué este artículo en el diario
Los Andes de Puno, a manera de homenaje a esos estudiantes que se forjan la
vida en el silencio y anonimato.
YEMO
Tenía
25 años y un rostro de niño envejecido. Yemo Mamani Yaja, era el segundo de
siete hermanos y estudiaba el cuarto de secundaria, allá en el CESTI
“Perú-Birf” de Juli de los años 2000. Nació en el mismo corazón del Ande, en
Collini, una comunidad ubicada a más de 10 Km . de Pomata, en la provincia de Chucuito
al sur de Puno. Lo cual desde ya es una fortuna y una desgracia a la vez. En
este Perú diverso, de fracturas y diferencias sociales encontradas, Yemo quizás
sea el retrato de esos miles de estudiantes que viven en la marginalidad y
muerden el polvo de la pobreza, en medio de un sistema que no es capaz de abrir
los ojos a esas poblaciones que viven lejos de los muros de Lima.
Golpes
de la vida las conoció desde que estuvo en el vientre de su madre. ¿Quién no ha
sufrido esos golpes de los que nos habla Vallejo? Pero lo que le sucedió a sus
12 años fue el mayor golpe de su vida, y del que aún tenía memoria. Una
enfermedad, según él, hereditario, lo regresó de súbito a los pañales. Sus
padres le habían dicho que él era un alegre estudiante de quinto de primaria, y
que una tarde, después de la comida, luego un temblor extraño, murió por unas
horas. Abrió los ojos, luego del golpe al cerebro, pero no era él. No podía
moverse, y se vio sumergido en un mundo de inconsciencia por más de un año y
medio. Literalmente no se acordaba nada. Y cuando volvió a la realidad, lo más
cercano que tenía, era el cuidado maternal de su madre. Entonces vino lo peor,
sus padres tuvieron que enseñarle los segundos y primeros pasos a un
adolescente que repentinamente volvía a la infancia. Enjuagándose las lágrimas
y en un perfecto aymara, me dijo que muchas veces, en esas horas difíciles,
rogó a los dioses para que el sol nunca más saliera para él o que las ánimas
benditas se lo llevaran después de una oración silenciosa. Le dolía hasta el
hartazgo ser una carga para su familia que vivía pendiente de él.
Era
la Epilepsia ,
ese mal que en las comunidades del Ande se mezcla entre la verdad y la mentira,
entre la realidad y el prejuicio. Pues, cuando despertó –sin saber, si Dios o
el mismo diablo le pusieron los ojos y la razón sobre la tierra-, fue como
nacer nuevamente. Volvió a deletrear las primeras palabras, aprendió a estarse
erguido y dar los primeros pasos, retomó lentamente el habla y reaprendió las primeras
operaciones matemáticas. Y así, como si naciera un sol infantil con la
esperanza en pañales, retomó la escuela. Le costó tomar conciencia que era un
niño grande, muy grande para estar en los primeros grados de la primaria. Pero
la tragedia vendría después, una vez en el colegio no pudo capear la malicia de
los compañeros y algunos profesores que le motejaron con un sobrenombre que
minó lentamente su autoestima. Entonces decidió retirarse y dedicarse a
realizar trabajos manuales para proveerse de medios económicos para su
subsistencia. Sin embargo, no pasó mucho tiempo para entender que su pobreza y
la epilepsia, no tenían que ser obstáculos para proveerse de un poco de saber
en la educación secundaria que jamás debió dejar. Fue en esas circunstancias
que lo conocí. Sus padres lo habían matriculado en el CESTI “Perú-Birf” de
Juli, muy lejos de su comunidad.
¿Cómo
sé mucho o poco de él? Una mañana convulsionó en pleno desarrollo de clases en
el laboratorio de biología. Atiné junto a sus compañeros con asistirle y darle
los primeros auxilios. Fue terrible, pero no extraño. Alguien muy cercano a mí,
sufre de este mal, además de tener alguna noción elemental. Sé que los
estudiantes de las comunidades tienen una y cien dificultades, pero Yemo era un
estudiante regular en el aprendizaje, disciplinado, empeñoso y puntual con sus
tareas. Aún tenía problemas en el habla, tartamudeaba y de vez en cuando rezaba
para que las convulsiones no se manifiesten en horas de clase. Vivía en un
cuarto alquilado acompañado de sus hermanos que estudiaban en la primaria y la
secundaria. Su fortuna se reducía a una cama que tenía por colchón pieles de
ovino, unos cuantos utensillos de cocina y un mechero para iluminar la
oscuridad del cuarto. Por las noches trabajaba de ayudante en una panadería
para procurarse algo para solventar sus gastos. Por las mañanas, hacía el
desayuno para sus hermanos, los encaminaba a la escuela y luego el venía al
suyo. Cada quince días, su padre también venía con las algunas provisiones.
Ahora
que han pasado raudos, más de 10 años, ¿qué será de su vida? No es difícil
imaginarlo en su comunidad aporcando el cultivo, arreando su ganado,
participando en las faenas comunales, bailando en sus fiestas, cantándole al
sol del alba o cultivando estrellas en el silencio nocturnal de su Collini.
Pienso que su vida discurrirá al compás de los riachuelos y acequias,
masticando la soledad, la escasez de las lluvias o mordiendo la tristeza de ver
la poca producción del año. O tal vez, como hacen muchos pobladores de la zona,
haya migrado a Tacna, Arequipa u otra ciudad de la costa, donde probablemente
se gane la vida como peón, albañil, agricultor en algún valle o cobrador de
microbús, o quizás se pasee en un auto último modelo como un próspero
comerciante o profesional. Pues, apenas acabó la secundaria, no supe más de él.
A veces me asalta la idea del agravamiento de la epilepsia, y hoy sólo viva su
recuerdo. En cualquiera de los casos, en este día del estudiante, podría
enumerar el nombre de muchos que he tenido en las aulas, y cuyos rostros parece
que veo. Muchos marcaron mi corto trajín en el magisterio, muchos de cuyas
vidas aprendí y aprendo todavía.
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