viernes, 8 de marzo de 2013


Una resplandeciente residencia en la palabra


Diez cuentos un verano inolvidable (Hijos de la lluvia, 2013), es el último libro de Chano Padilla. El escritor Darwin Bedoya, señala en el prólogo: “Diez cuentos un verano inolvidable, deslizándose entre las memorias, la crónica y el relato de viaje, tienen en común el tono de un autor que ha elegido escribir una etapa dolorosa de su vida. Estos textos breves evocan tanto lo público como lo más íntimo. Estos son episodios de las vidas de un solo personaje que a la vez es varios personajes y que por ello constituyen una escritura de la experiencia y que, al mismo tiempo, muestra una época y un imaginario, sobrepasa estos parámetros en tanto recorre temas permanentes a través del recuerdo de deseos, frustraciones, amores amistades. La sapiencia de Padilla se evidencia en estos textos donde los ámbitos  en que se mueven los protagonistas, sus diálogos, las voces narrativas, construyen imágenes certeras, dotadas de esa especial sutileza y precisión que ya caracteriza su estilo y de lo que nos habla ahora con estas páginas, de la perpetuidad: una resplandeciente residencia en la palabra”. Aquí un cuento del libro.
 


A bailar, morenos ¡carajo!
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Feliciano Padilla

  
Al año que viene volveré a bailar por ti,
                                                                       al año que viene volveré a soñar por ti,
                                                                       suenan las matracas  de este pobre corazón
                                                                       linda morenita idilio de mi amor (…)
                                                                       A bailar, morenos ¡Carajo!

Morenada del Grupo “María Juana” (Bolivia)

 

—Señor, usted es de Ica ¿verdad?— escuché una voz, mientras despertaba de un sueño intenso y prolongado.

—No, no soy de Ica, señorita.

—Pero, digamos de Nazca, Chincha o Cañete.

—No, no. Para nada.

—Bueno, descanse usted todo lo que pueda. Estaremos alerta ante cualquier riesgo. No se preocupe. Mi nombre es Elena y llámeme cuando me necesite.

—Quiero agua, por favor— se lo pedí mostrándole una carita de dame medio.

—No podemos dárselo, señor Villafuerte. Regresaré en una hora y quizá le dé algunas gotas de agua. Siga descansando y trate de dormir— me recalcó aquella dama de mandil verde y tocado o cofia del mismo color.

No sabía aún qué me había pasado. Solo me mataba un cansancio intermitente y pesado. Cerré los ojos, más por intuición que por cumplir las órdenes de la dama del mandil verde. Parece que me dormí y me sumergí en un sueño profundo, porque al rato me asaltaron imágenes muy apreciadas por mí. Lo extraño fue que yo era un moreno vigoroso  y atlético, y dueño de un vozarrón que se escuchaba hasta cien metros a la redonda. Parecía muy ágil, casi sin peso, porque hacía acrobacias espectaculares. Paradójicamente cargaba sobre mi cuerpo una máscara extraordinaria y un  disfraz de perlas de unas dos arrobas de peso.

Mi vestimenta consistía en una chaqueta bordada con pedrería; mi pollerón  bordado, igualmente, de perlas y separado en tres espacios que me llegaban hasta las botas. La máscara cubría toda mi cabeza donde veía una corona plateada, cuya parte superior estaba adornaba de plumas de avestruz de tres colores diferentes. No sé cómo, pero veía que mi máscara y mis ojos eran de gran tamaño. Mis ojos miraban imponentes desde fuera de sus órbitas. Mi nariz era anchísima y; mis labios, muy pronunciados, enormes, y destacaban nítidamente en mi rostro.

Ahora voy adelante junto con mi tropa de danzarines. Detrás alcanzo a ver a las «suegras» y más atrás vienen las hermosísimas «chinas». Las siguen las «palomitas» y; a retaguardia, van los «achachis» y las «figuras»: osos, gorilas, etcétera. Tenemos cuatro bandas bolivianas y ningún danzante se quejaría de no escuchar esta música espléndida que hace vibrar el alma y agitar el cuerpo con tanto vértigo. Los varones danzan recios y marcando el ritmo con matracas de todas las formas, que simulan el rechinar de cadenas arrastradas por los pies de los esclavos y; las «chinas», contoneando la cintura y moviendo las manos como vuelo de gaviotas, toda coquetas y hermosas como solo ellas.

Soy el guía mayor, la voz de mando. Por eso voy adelante. Levanto la mano, toco un pito preventivo y ordeno los cambios de paso y de la coreografía. La armonía de los movimientos, la gracia con que se danza, la alegría increíble que reina en las tropas, todo es maravilloso, bellísimo y; los gritos destemplados del público son apabullantes.

De pronto, mientras levanto la mano y toco el pito para ordenar una coreografía, veo al fondo una luz blanca, destellante. Todos vamos danzando en esa dirección. Cada vez la luz se hace más nítida y más blanca. Una alegría indescriptible retumba en mi corazón. Sigo danzando como nunca lo había hecho. La luz aquella se torna en una imagen conocida. Es el rostro moreno, cobrizo, de una dama que carga un niño en un brazo y lleva una candela en la otra. Arriba, su cabeza está rodeada de una corona de estrellas y, abajo, casi al final de su capa celeste, exhibe una media luna de plata.
Es ella, exclamo. Su imagen es cada vez más radiante. Se diría que me sonríe. Yo también le sonrío y voy a zancos rítmicos hacia su querida presencia, contento, decidido a permanecer por siempre a su lado. Estoy a unos diez metros de ella y siento una felicidad indecible en el alma. De pronto, veo que ella levanta la mano y me hace ademanes de despedida y desaparece, poco a poco, de mi vista. Me pongo triste y no sé qué hacer ni decir. Volteo hacia atrás y no veo a nadie, ni a las «chinas», ni a las «palomitas», ni a las «suegras». Me atrapa con sus tentáculos de desconsuelo, la soledad, mi eterna compañera.
Me sentí tan solo como nunca me había sentido. Quería llorar o morirme de tristeza. En eso las voces consoladoras de las muchachas de los mandiles verdes y tocados del mismo color me despertaron. Me miraron felices cuando les dije ¡hola!, mi primera palabra. Sin embargo, Elena y su colega Karito, para contradecirme, me aseguran que la primera frase que pronuncié fue: A bailar, morenos, ¡carajo!
—Pasamos momentos muy críticos. Ha vuelto usted a la vida después de nueve horas, entre la cirugía y el tiempo de la recuperación— me reveló Karito, sonriéndome con sus dientes blancos y sus ojos negros y grandes.
Si fuera cierto lo que dicen las enfermeras, es probable que, aquí en la clínica, apenas volvía en mí habría repetido las palabras de guapeo de los «María Juana» de Bolivia, cuyas morenadas cantaba a dúo con mi nieto Piero, antes de abandonar la bahía de Puno.

domingo, 3 de marzo de 2013


Fragmentarios de Fi Castillo

 
Un total de catorce cuentos de diversa temática conforman el libro Fragmentarios del narrador Fi Castillo, egresado de la escuela de Literatura y Lingüística de la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa. Con la calidad que caracteriza a la editorial Hijos de la lluvia, con este libro, el autor engrosa la fila de los narradores de la última generación del sur peruano. El libro, experimenta temas distintos. En su mayoría transitan entre la cotidianeidad de la vida urbana y sus avatares. Los personajes principales son niños y jóvenes, y desde luego, los mundos de éstos, a veces tiernos, a veces épicos; salvo tres o dos primeros cuentos, en los que existe una leve preocupación social por la situación de la patria, a la que han llevado los gobiernos de turno, especialmente uno dictatorial. Otra característica a resaltar es que este libro incluye algunos relatos cortos, muy de boga en estos tiempos.



Tiene solución


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Fi Castillo

 
“Pienso vengarme con  la muerte”. Me había dicho Germán en el pasillo cuando nos íbamos a la Universidad el miércoles pasado. Me siento culpable  por todo lo que pasó. La policía afirma que fue un suicidio. Pero pude haber evitado esa desgracia. No sé qué hacer realmente ahora que estoy pensando sobre esto. Estoy recordando. Me doy mucha pena cuando recuerdo lo que dije:
            — ¿Qué? ¿Matarte por una chica? Pero por tu taradez mátate nomás.
            Él agacho la cabeza y no respondió. Para entonces tal vez ya había planeado todo esto. Pero yo no sabía la magnitud de sus problemas.
            —Tú — me dijo luego —. ¿Te matarías por la mujer que amas sin saber cómo resolver los problemas que te caen con un peso insoportable?
            — ¡Claro que no! — respondí airoso — ¡Son tonterías! Mujeres hay muchas, como los problemas. Pero sinceramente no podría quejarme de mis problemas. Porque para mí es un problema mayor quejarme de mis problemas. Por eso me importa un carajo. Y no me mataría por nadie.
            —Si entiendes que la chica te odia a pesar que ocurrió algo más que amarse simplemente, ¿qué harías?
            —Nada — dije —. Te pongo un ejemplo. Yo amo a la chica que te señalé ayer. La amo a ella. Pero al mismo tiempo no me importa ese amor. ¿Entiendes? Escúchame amigo. La amo y ella sabe que la amo, pero tampoco quiere absolutamente nada de mí. Así son las mujeres, quien las entiende, son ridículamente raras. Entonces esta situación: es para matarse. Sin embargo, yo no pienso matarme…
            —No — me interrumpe impaciente —. Yo no me refiero a ese tipo de problemas. Me refiero por ejemplo a que a la chica la dejes embarazada. Luego ella no quiere abortar. Para colmo está casada.
            —Ese no es problema — dije —. Se soluciona. Si la chica no quiere abortar, pues déjala. Ella sabrá cómo arreglárselas con su marido. Anda amigo, no me digas que quieres matarte por eso.
            —Pero luego la chica te acusa por violación si continúas insistiendo en el aborto. Se supone que no puedes afrontar con un hijo, y se supone que todavía estoy estudiando. Y encima la chica te dice: “Voy a pedir el divorcio a mi marido, nos casaremos, y no pasó nada, de lo contrario te denuncio”.
            — ¡Está loca! — dije compadeciéndome un poco —. Es un chantaje, mándala a rodar. ¡Qué conchuda! Dile que no te joda.
            —Pero sucede que no tienes mucha plata, y estás empezando a estudiar en la Universidad, y la chica es mucho mayor que tú, y casada, y todo eso.
            —Ya te dije que no joda.
            Para entonces eché más leña a su fuego. Se echó a llorar. Un hombre llorando frente a mí, ablandó mi corazón duro que no sentía compasión desde hace mucho tiempo. Gemía apoyado a la pared. Afuera, en la avenida, los carros hacían un ruido estruendoso. En casa estábamos solamente los dos. Mi familia había salido de paseo al campo, mientras nosotros realizábamos un trabajo para la Universidad en casa de un compañero de clases. Cuando regresamos encontramos la nota encima del televisor. La firmaba mi hermana, casada hace cinco años con un vecino del barrio, un infeliz borracho de fin de semana, y no tenían hijos. Decían que planificarían tener este año. Entonces pensé en mi familia. Pensé también en él que no tenía a nadie en esta ciudad que lo atormentaba. Pensé en ese instante que podría ser mi hermano que nunca lo tuve. Fue en ese momento que insistió salir. Entonces le dije agarrándole de la manga de su chompa negra:
            —No. No salgas todavía amigo. Está bien, discúlpame. Te entiendo. Todo se puede solucionar. Cálmate.
            —Me voy solo — insistió sollozando aún —. Voy a vengarme con la muerte. No soporto todo esto. Además tengo puro ceros en la Universidad. No valgo nada. Déjame salir.
            —Espera, cálmate, y luego nos vamos a la Universidad — dije casi susurrando mientras lo abrazaba para poder calmarlo. 
            —Tú no sabes nada — me dijo luego —. Tú no me conoces bien todavía.
            —Somos amigos, ¿no? — dije para animarlo.
            —Sí, y apenas vivo medio año en tu casa. ¿Qué dirán mis padres cuando se enteren? No. ¡No puede ser real! No querrán apoyarme, ni menos saber nada de mí.
            —No amigo mío — dije —. Todo tiene solución. Cálmate. Mi madre dice que eres un buen inquilino, un buen amigo. Que eres como el hermano que no tengo. Que hacemos buena compañía cuando nos vamos juntos a la Universidad.
            —No — dijo enérgicamente —. Tu mamá me odiaría si supiera toda la verdad.
            —No digas eso. Todos tenemos problemas.
            —Pero el mío es el más grave.
            —Cálmate amigo, ¿quieres?
            —Está bien. Me calmaré. Pero escucha solo una cosa más — suspiró hondo durante largo rato mirando el fluorescente del pasillo —. Esa chica — repitió pausada y pesadamente —, esa chica de quien te hablo es tu hermana.
            En ese momento lo empujé contra la pared y me quedé callado buscando en alguna parte las palabras, la comprensión. Experimenté el sentimiento extraño que se siente cuando hablan mal de una hermana. Me quedé algunos segundos en el espacio de la incomprensible incomprensión.
            —No lo puedes tolerar, ¿verdad? — dijo, y salió golpeando la puerta con toda su rabia.
            No supe qué hacer, ni qué decir. Pero pude haberlo sujetado. Tal vez  golpearlo, pero no dejarlo salir. O debí seguirlo inmediatamente.
            Cuando reaccioné, corrí tras de él. Era demasiado tarde. Entonces observé el horror de ese día: Germán convertido en una plancha humana que aterroriza, gente aglomerada y lamentándose; luego la ambulancia, los bomberos, la policía; las lágrimas, gemidos, gritos; el camión con su carga de maderas en un costado, y el conductor con su rostro de fantasma que llora; y todo ese conjunto de tristezas tristes. La fatalidad cubría como una nube negra la avenida y parece que llovía lágrimas a chorros. Mi corazón quería explotar. Mi mente buscaba la comprensión en medio de esa nube oscura que presionaba mi alma. No. No se puede soportar todo esto. Todo ronda sobre mí a confusión, desde hace una semana, cuando se enredaron mis pensamientos.
            En mis sueños se combinan los tormentosos momentos de sangre y los lamentos tormentosos de su madre en el día de su funeral. Están presentes: mi desesperación del pasado que sale junto a mi respiración y la desgracia fortuita de ese día; y la vuelvo a aspirar para atrapar la vida y la muerte en un círculo eterno de tormento.
            Mi hermana anunció ayer que espera un hijo de su marido. El estéril de su marido no era tan imbécil como parecía. La inseminación, dicen hipócritamente, es un maravilloso avance de la ciencia. Y yo no he dicho a nadie la confesión de Germán. Además, ¿para qué magnificar más el asunto? Espero que nazca solamente el bebé. Para que de alguna forma vuelva a ver otra vez a Germán, y cuidar de él, y no dejarlo solo cuando esté en peligro.
            Cuando pienso en Germán, definitivamente también pienso en el bebé, niño, adulto, anciano que será. Pienso que también será mi amigo, mi hermano y mi perdón. Porque yo soy el culpable, el que lo empujó hacia la muerte, el homicida, aunque la policía diga una y otra vez: “Fue un suicidio”.

sábado, 2 de marzo de 2013

Hablando con mi cuaderno

El narrador Miguel Ángel Cáceres, acaba de publicar Hablando con mi cuaderno (Hijos de la lluvia, 2012), segundo libro de cuentos del autor presentado el 31 de enero de 2013 en la Casa de la cultura de Puno, la misma que tuvo los comentarios de Feliciano Padilla y Walter Bedregal. Imágenes y un cuento del libro.
 


La torta de cumpleaños

Por Miguel Ángel Cáceres Calvo

 
I
 
—No me vas a creer… pero hoy es mi cumpleaños.
— ¿Por qué no habría de creerte? Si tú lo dices, debe ser tu cumpleaños… permíteme por lo menos abrazarte.
— ¡No lo hagas! No necesito de tu compasión. El pago es por adelantado, ya lo sabes ¿no?
Y ella sonrió macabramente, como venida del más allá. Me miró directo a los ojos, venciéndome por completo, logrando que yo cerrara los ojos y agachara la cabeza. No entendía su extraña actitud.
Ya iba a retirarme de esa olorosa habitación iluminada por un foco rojo, cuando de pronto ella cambió radicalmente su manera de tratarme. Sonrió sensualmente, puso mi mano entre sus piernas y comenzó a gemir descontroladamente. Yo comprendí que había llegado el momento de “hacerlo”. Saqué de mi billetera un cheque de veinte soles y se lo di. Pero, ¿qué? En eso vi que su rostro me era familiar. Yo la conocía de algún lugar, pero ¿de dónde? Me sentí mareado, desestabilizado; sólo atiné a sentarme sobre esa olorosa cama, tratando de controlarme en lo posible.
— ¿Estás bien? —dijo ella—. Si no estás en condiciones no hay problema. Me visitas otro día ¿no?
—Estoy bien, tranquila —repuse, observándola borrosamente —. Quiero “hacerlo”, para eso vine ¿no?
—Si tú lo dices, hagámoslo.
Pese a todo, lo “hicimos”. La rubia era preciosa. Bordeaba los veinte años, tenía unos ojos hermosos, y ni qué decir de su escultural cuerpo: estaba para comérsela. Me deshice de mi jeans, de mi polo negro, lancé mi calzoncillo contra la pared y me puse a disposición de ella, más desnudo que nunca. Sentía que aparte de mi cuerpo, también mi alma había quedado al desnudo. Era una sensación extraña que jamás me había pasado con mujer alguna, menos, con una prostituta como ella, con esa mujer que decía llamarse Margarita, pero que más parecía llamarse Lady. Y hasta ella, parecía tener un comportamiento extraño, porque, de improviso, cuando se disponía a darme una “buena mamada”, se contuvo y me dijo que no le apetecía; que yo le había contagiado mi frialdad.
—Me voy —le dije, con resolución—. No tiene sentido seguir con esta estupidez.
— ¿Qué dijiste? —reaccionó ella, mirándome fijamente a los ojos—. O sea, ¿yo soy una estupidez?
No podía creerlo. Ella lloraba descontroladamente. Hasta se olvidó de su desnudez. Se echó sobre la cama en posición fetal, cual niña a punto de nacer y de pronto, volteó el rostro hacia mí, y me dijo: ¿Siempre eres así? ¿Tan torpe? ¿Así tratas a tu mujer? ¿No tienes hermanas? Y… un momento. ¡Qué rayos estaba pasando! Yo conocía a esa mujer, no cabía duda. A menos que me estuviese volviendo loco. Ese hermoso rostro que se asemejaba a las muñecas barbie, yo lo había visto en algún lugar. No recordaba dónde, pero estaba completamente seguro. Yo la conocía de algún lugar, y no se llamaba Margarita, menos Lady; su nombre era mucho más lindo, más mágico, pero... ¡Mierda! No me acordaba. Entonces decidí preguntarle a ella sobre su lugar de origen; pero al verla tan débil, tan desprotegida, resolví no hacerlo. Decidí hacer lo que ella quería que hiciese en ese momento: Hacerle el amor con amor, como al parecer nadie se lo había hecho. La hicimos linda. Ella gimió como si en verdad me amara y me costaba creer lo contrario. Prefería pensar que sus gemidos eran tan reales como el lunar que ella tenía en su frente, y no verla como una puta más de ese horrible recinto. Y al sentir su aliento, ella me susurró al oído: Es el mejor regalo de cumpleaños que he recibido. Gracias, le dije, algo ruborizado, al tiempo que me recostaba a su lado, completamente exhausto.
En eso, alguien tocó la puerta. Ella, Margarita, o como se llame, abrió la ventanilla especialmente acondicionada en la puerta y recibió... ¡oh sorpresa! ¡Una torta de cumpleaños! ¿Qué?, me dije dentro de sí. Ella estaba feliz. Cerró la ventanilla, puso la pequeña torta sobre la mesa de noche y me dijo: Ahora sí, esta torta de cumpleaños será nuestra y de nadie más. Claro, le respondí, completamente confundido. ¡Qué estaba pasando! Esto no era normal. Uno de los dos estaba loco, o el mundo se había puesto de cabeza. ¡Qué tenía que hacer una torta de cumpleaños en el cuarto de un prostíbulo! Bueno, a menos que la chica y el cliente se conociesen de antes y tuviesen la confianza del caso. Pero, yo acababa de conocerla; es más, yo no era un frecuente prostibulario. Tenía mi novia y en verdad, ¡no sé qué hacía en ese lugar!
— ¿Estás bien, amor? —me dijo de pronto, dejándome frío.
No pude responderle. Estaba confundido. Y ella, sorpresivamente, tomó la torta y la lanzó contra el piso de madera. Completamente anonadado, vi que el piso se había convertido en una masa multicolor que olía a chocolate. ¡Qué rayos te pasa!, grité, enfurecido.
—Si igual no la ibas a comer. Igual me la hubieras despreciado —me dijo ella, mirándome tiernamente, como una niña que se quejaba a su padre.
—Pareces una niña, no sé qué te pasa. ¡Me voy! —dije, enfurecido, y salí raudo de esa habitación.
Caminé a largos trancos por esos pasadizos llenos de tipos aguantados y tomé el primer taxi que encontré en la salida.
Ya oscurecía.
II
 
Sabía que no era el mejor profesor del mundo, ni siquiera del colegio; pero le ponía ganas a todo lo que hacía. Era un reto extraño, pero reto al fin. Nunca había enseñado; menos había soñado con ser maestro. Pero, ahí estaba, frente a esos niños revoltosos, todo gringuitos, mulatitos y hasta cholitos. Eran rostros disímiles, pero idénticos a la hora de hacer chacota; para eso sí, sus rostros se llenaban de muecas y hasta lágrimas de emoción. En fin, quién los entendía. Menos yo. Sólo tenía una salida y la aprovechaba lo más que podía; era mi estentórea voz que se dejaba escuchar hasta en los salones contiguos. Y esa mañana, no fue la excepción. Dije la palabra mágica a todo pulmón: ¡Silencio!, y todo fue desolación. Todo fue como no quería que fuese. Vi muchos rostros tiernos, completamente inmutados, aterrorizados. Sí eran mis alumnos, esos chiquillos bulliciosos. ¡Diablos! —me dije—. Esto no está bien. Era inadmisible que yo actuara de esa manera tan vil. Comencé a sudar y opté por salir de la clase. ¡Qué mierda hago aquí!, me increpé, ahí sentado en la banca del patio. Y de pronto, escuché una dulce voz que parecía venida del más allá:
—Profesor, ya no reniegue —mirándome con esos hermosos ojos cafés—. Ya todos están calladitos.
Levanté el rostro hacia ella y me quedé inmóvil, observándola de pies a cabeza. ¡Dios mío! Era una belleza. Era un ángel bajado del cielo. No supe qué decir. Sólo atiné a levantarme y caminar con dirección a la clase.
A partir de ese día, decidí cambiar de actitud. Decidí intentar ser un profesor de verdad. Decidí reemplazar las reprimendas humillantes por bromas que aunque estúpidas, tenían un efecto positivo. Los niños, en lugar de hacer el bullicio de antes, ahora se mostraban más interesados en el tema que yo exponía con toda la paciencia del mundo. Era extraño, pero empecé a sentirme cómodo. Me di cuenta que para ser profesor, simplemente había que ser humano, sensible y muy observador. Me fui percatando de los niños que tenían simpatía por mí, y también, de los que me detestaban. Felizmente para mis intereses, la mayoría se mostraba conforme con mi presencia. Y por primera vez, me sentí un profesor de verdad; alguien que había nacido para dar lo mejor de sí. Eso era ser maestro, al margen de cuánto habías estudiado; de cuántos títulos tenías. Me quedo, me dije finalmente, ya en mi cuarto, sentado sobre la chirriante cama de madera.
Fueron pasando los días. El crudo invierno comenzó a deteriorar mi salud. La humedad, esa penetrante humedad costeña que calaba hasta los huesos, me puso melancólico. Me compré una gruesa bufanda para ir al colegio, porque, casi, a diario, amanecía lloviznando. Caminaba a toda prisa por esas callecitas arenosas y llegaba justo cuando la monja se aprestaba a cerrar la puerta. Ingresaba a la clase y ahí, como por arte de magia, todo se transformaba; toda mi melancolía se convertía en alegría y hasta mi ronca voz se aclaraba.
Sí, era ella, y todos los demás. La niña de ojos cafés que siempre se me acercaba con su dulce voz, sonriendo mágicamente. Su nombre era Cristina. Su rostro era angelical; no por nada le decían en el colegio: la Barbie. Y hasta algunos profesores imaginaban con morbo, cómo sería ella al culminar la secundaria. Va ser un hembrón, decían. Yo optaba por callar, aunque mi rostro estuviese invadido de morbo.
Casi sin pensarlo, Cristina fue formando parte de mi vida. Y no porque yo me hubiese aprovechado de ella ni nada parecido. Era una sensación extraña. Por momentos yo la veía como una hija y a ratos, como una mujer; casi nunca, como una alumna. Esa dulce niña, esa gringuita de facciones casi perfectas, terminó siendo mi soporte anímico en el salón de clases. Ella tenía mando frente a sus compañeros, tenía buenas calificaciones, y me tenía a mí. Yo estaba confundido. Por momentos me decía: ¿Por qué esta niña no es mi hija?; y a veces, con toda la rabia del mundo, exclamaba: ¡Quién será el afortunado que se la lleve a la cama! Tenía curiosidad por conocer a sus padres, y hasta cierto temor de que no me vieran con buenos ojos; pero ya habían pasado tres meses y no aparecían.
El año se pasó más rápido de lo esperado. Llegó el día de mi cumpleaños. Era noviembre. Como siempre, la directora del colegio, esa monja que no parecía monja, me hizo la recepción acostumbrada. En plena formación, anunció a los estudiantes que yo estaba de aniversario, y rezó —no sé si con devoción— para que me fuera bien y se cumplieran todos mis deseos. La clásica, como diría más tarde mi colega Giorgio. Y eso fue todo.
Pero al ingresar al salón, quedé gratamente sorprendido. Un bullicio ensordecedor me dejó inmutado. Todos los niños se arremolinaron alrededor mío, gritando al unísono: ¡Feliz cumpleaños, profito! Gracias, les dije, súper contento, al tiempo que me aproximaba al pupitre. Y en eso, escuché un grito que nos dejó atónitos a todos: ¡Silencio!, y la vi a ella, a la Barbie, parada frente a sus compañeros, dirigiéndoles inclusive mejor que yo. Hizo que ingresaran dos de sus compañeras trayendo consigo ¡oh sorpresa!, dos tortas de cumpleaños: una grande y otra pequeñita.
— ¡Feliz cumpleaños mi querido profesor! —me dijo ella, abrazándome y besándome en la mejilla.
La vi muy segura de sí. Me entregó primero la torta grande, diciéndome: Ésta la comeremos todos, y luego la torta pequeña, diciéndome: Ésta la hice para usted, y volteando recalcó: Ojo, es para usted; yo se la hice. En ese momento estaba tan confundido que no presté atención a sus últimas palabras. En fin, era una niña; le agradecí tiernamente y volví a preguntarme: ¿Cómo no es mi hija?
Empezó la improvisada fiesta. Los niños pusieron música de moda en el pequeño equipo de sonido que trajeron y, como era de esperarse, ella se me acercó y me sacó a bailar.
Todos aplaudían al ritmo de la música y de nuestros movimientos. Ahí, bailando con esa hermosa niña, casi mujer, que cursaba el segundo año de secundaria, anhelé tener una esposa con su rostro, y a ella, como mi hija. La Barbie sonreía, y su larga caballera rubia se movía de un lado a otro. El encerado piso de color rojo, reflejaba, cual espejo, el movimiento de nuestros pies. Hasta que pasó lo que nunca debió pasar.
Tocaron insistentemente la puerta de la clase, y al abrirla, varios niños del salón contiguo me llamaron sonrientes. Era obvio que querían ser partícipes de la fiesta; y hasta algunos, sin pedir permiso, comenzaron a coger uno que otro caramelo o galleta.
Yo, inocentemente, los invité a pasar. Eran cinco niños y tres niñas. Y al ver que ya no había torta para invitarles, saqué la pequeña torta que Cristina hizo para mí, y ordené que la partieran en rodajas. Los visitantes comieron gustosos y se pusieron a bailar. En eso, volteé el rostro hacia “ella”, y recién me di cuenta que había cometido una estupidez. Cristina estaba triste, con la cabeza gacha, junto a tres compañeras.
Me acerqué a ellas pero de improviso, Cristina me dijo: ¡Ya no lo quiero! y salió corriendo de la clase. Sus amigas la siguieron. Me quedé paralizado, observando a los demás niños que bailaban y bebían gaseosa. Quería correr tras “ella” como un amante despechado —sin serlo—, pero me contuve. Sabía que era una locura. En eso, una de mis alumnas se me acercó y me dijo: ¡Qué nivel, profesor! Qué nivel... No le respondí. Sabía que era insulso darle una reprimenda o algo así. Y la niña continuó: Cristina está molesta con usted porque invitó a todos la torta que ella le preparó con tanto cariño.
A partir de ese día, y hasta el día de la clausura, “ella” jamás volvió a sonreírme. Ni siquiera se despidió de mí. Y, curiosamente, el día de la clausura, recién conocí a su madre —otra belleza—, que vino a recoger la libreta de calificaciones. Me dijo que al siguiente año se irían a la Argentina porque su esposo —con el que estaba separado— vivía allí, y que dejaría a la niña con su padre.
Yo, embobado ante tamaña belleza, sólo atiné a decirle: Su hijita es buena alumna, le deseo toda la suerte del mundo. Gracias, profesor, repuso la señora, saliendo de la clase moviendo su perfecta curvatura.
Al día siguiente, partí de ese pueblo costeño y jamás volví a ver a la monja, ni a mis colegas, menos, a la Barbie.
III
 
Ya no quiero vivir. No más. Esas horribles pesadillas colmaron mi paciencia. Hasta mi mujer se ha dado cuenta y sospecha que algo raro me pasa.
Mis noches se han convertido en una tortura. Cada noche, me visita “ella”, trayendo consigo una torta de cumpleaños. Ingresa por la ventana, vestida toda de blanco, se para al costado de la cama, y me dice: Supongo que ahora no me la despreciarás.  Y me avienta la torta sobre el rostro. En ese momento siento que me asfixio, hago un esfuerzo y despierto dando un grito aterrador. Mi esposa despierta y, como siempre, me dice: ¡Qué pasa, amor! ¡Qué te está pasando! Y mi rostro sudoroso comienza a tornarse helado, mis manos tiemblan y de mis ojos, brota apenas una lágrima de terror.
Hago lo de siempre. Me ducho en agua helada, me afeito, finjo estar tranquilo, y así voy a mi trabajo.
Pero lo peor, está ocurriendo ahora. ¡Dios mío! —dice mi esposa—. Qué está pasando con el mundo.  Vemos en la televisión que asesinaron a tres prostitutas. Las cargan en viejos costales; las recogen de un basural. Pobrecitas —musito—. Todas se parecen. Y en eso, me acuerdo de la prostituta que lanzó la torta de cumpleaños contra el piso. La que me tortura cada noche. ¿Y sí es una de ellas?, reacciono, y vuelvo la vista hacia la pantalla del televisor, pero ya es tarde, ya pasaron a los comerciales, a los malditos comerciales. Y desde ese día, mis pesadillas fueron aún peores, porque siempre tuve la duda de si la Barbie continuaba viva o ya estaba en otro mundo. Y sus visitas fantasmagóricas se hicieron más constantes. Por ello, cada noche, antes de ir a casa, bebía unos tragos con el fin de calmarme. Mi esposa lloraba, sin entender lo que me ocurría.
* * * *
Esa noche me fui a una cantina. Bebí ron después de mucho tiempo. Mi amigo Dante estaba acompañado de su novia o algo así. Al menos eso me dijo. Ni hablar. La chica era preciosa y, pese a que yo estaba casado, sentía envidia por mi achinado amigo. Pero él era tan “pollo” que en poco tiempo se quedó dormido, apoyado a la barra. Y ella, su supuesta novia, olvidándose por completo de Dante, me dijo: Vamos a otro local, guiñándome el ojo. Fue ahí, que recién me di cuenta que ella era de la “nota” —aunque no parecía. Era demasiado bella, sofisticada y nada pintarrajeada para ser una puta. Pero lo era. Era de las “finas”.
—Ya vamos... ¿Qué dices? —insistió, al tiempo que se ponía la casaca de cuero, cubriendo sus excitantes senos que parecían querer escapar de la ceñida blusa.
— ¿Y él? —me atreví a decirle, señalándole a mi amigo.
— ¿No vienes? Ok —me contestó y se fue.
La vi perderse entre la sudorosa muchedumbre que bailaba al ritmo de una morenada. Y al margen de sentirme mal por dejar escapar a tamaña belleza, me sentí mucho peor porque ella me recordó lo que no quería recordar. Y los viejos fantasmas volvieron a atormentarme, así despierto como estaba. Volví a sentirme un desgraciado, un demonio, un ser imperdonable, un “cojudo de mierda” que se había acostado con su alumna, aún sin saberlo. Sí, la puta que arrojó la torta en ese oloroso cuarto de un prostíbulo, era la Barbie. Ocurrió hace ya algunos años, pero su imagen estaba en mi mente cada segundo de mi vida. No me dejaba dormir, y cada noche venía a mi cuarto a lanzarme la torta en la cara. ¡Ya mierda! ¡Aléjate!, reaccioné, sin percatarme que estaba haciendo el ridículo ahí sentado frente a la barra.
Bebí y bebí más que nunca. Pero ella seguía atormentándome. Sentí que me caía de la silla y al despertar, vi el angelical rostro de mi esposa. ¡Dios mío! Ella también se parecía a la Barbie. Me acariciaba el rostro con sus delicadas manos y me decía: ¿Estás bien, amor? Habían pasado varias horas desde que me desmayé en la cantina. Dante me había llevado a casa y ahí, ya acostado en mi cama matrimonial, continuaba sorprendido. Mi esposa también se parecía a la Barbie.
A los tres meses, tuve una grata pero sorpresiva visita. Quién iba a pensar que mi viejo amigo Cansino, aparecería en la puerta de mi humilde casa, a miles de kilómetros de su pueblo. El tipo había hecho “carrera”. Siempre fue un profesor ejemplar. Llegaba a ocupar ni más ni menos, el cargo de Director Regional de Educación. Todo parecía un sueño. Verlo ahí, parado, con su rostro morocho, su amplia sonrisa de grandes y blancos dientes, su cabellera llena de rulos y como siempre, de cuerpo atlético, parecía una visión más en mi perturbada vida. Y fue peor aún, cuando, ya cómodamente sentados en mi viejo sofá, él me mostró unas fotografías que me trasladaron velozmente a ese pueblo costeño donde conocí a Cristina. A la Barbie. Pero, un momento... ¡Esta flaca se parece a la Barbie!, reaccioné, casi inconscientemente. Bien que te acuerdas —me dijo Cansino, insinuante—. Esta foto se la tomé cuando llegó de Argentina para el Aniversario del pueblo. Es un cuerazo ¿no?
— ¿Y ahora vive en el pueblo? —interrogué, con la voz apagada y la mirada en el vacío.
—No, mano... Un cuerazo como ese qué se va quedar. A los dos días volvió a la Argentina.  Me dijo que es estilista y modelo de pasarela.
No sé cómo hice para disimular el pésimo estado en el que me encontraba. Almorzamos el rico plato que preparó mi esposa, bebimos vino y luego nos despedimos fraternalmente. Le prometí visitarlo. Mi bella mujer se puso su traje blanco y salió presurosa a cumplir su turno de noche en el hospital donde trabajaba. Y ni bien salió, corrí a la ducha y me bañé en agua helada. No podía concebir lo que estaba pasando. Si Cristina, mi alumna, vivía en la Argentina, ¿quién era la prostituta que me arrojó la torta? ¿No era idéntica a la Barbie? Y mi mujer también se parecía. ¡Diablos! ¡Qué mierda me está pasando!, grité, y salí corriendo del baño.
Lo cierto es que, a partir de ese día, ella jamás volvió a visitarme. Jamás volvió a lanzarme la torta en la cara y jamás volví a ver su angelical rostro, porque, a los pocos meses, me divorcié de mi mujer y preferí estar solo. Más solo que nunca.
Cada que cumplía años, sólo me acompañaba la torta de cumpleaños que yo mismo me regalaba, y que de inmediato, arrojaba contra el piso con furia denodada.